“No quisiera un fracaso
en el sabio delito que es recordar”
Silvio Rodriguez
Hay un luger mítico donde nadie escupe, la comida es fácil y todo lo que la musa del Desarrollo puede prometer esta al alcance. Ese lugar, por supuesto, no existe.
Mi amigo Julian del Casal, sin embargo, partió hacia alla...
Antes Julián no se iba de Cuba. Se quedaba, por amor a SU patria.
No por “el amor ridículo a la tierra”, ni al café bien hecho, ni a los frijoles negros, ni a la yuca con mojo, ni al mar, ni a los atardeceres, ni a las calles empedradas, ni al sol, ni a la cultura, ni al proyecto social, ni siquiera a las costumbres. Se quedaba en Cuba por amor a su patria, y SU patria eran SU familia y SUS amigos.
Que Julian nos cuente:
Si, es cierto que me daba cuenta de lo convulso del país y de cuántas limitaciones me imponía en mi vida. Es cierto que sabía que en muchas otras tierras podría pensar lo que quisiera, decir lo que quisiera y besar a quien quisiera, donde quisiera; sin miedo a tener que participar como acusado en inquisitivos tribunales moralistas o políticos o a pasar la noche en una oscura estación de policía.
Pero, ¿de que me serviría si no tendría a los seres que amaba junto a mí?
Siendo el clásico murciélago – pájaro sin la gracia de las aves, ratón con vuelos de pájaro – mis pocos pero muy valiosos amigos eran mi tesoro. Ellos, junto con mis padres, mi tía y mi primita conformaban mi universo, el lugar al que pertenecía, de donde vine, donde crecí, donde único existía tal como soy y donde quería vivir. Mis amigos y mi familia eran un refugio poderoso y total, una selva de papel sembrada en el ático, dentro de la cual la kafkiana realidad de la Cuba de fines de siglo desaparecía y el mundo se volvía un paraíso.
La parte pragmática de mi alma no cesaba de señalar, de alertar, de rogar, de espantarse. Los brazos se le cansaban de levantar tantas banderas rojas de peligro. Pero el alma poética, hamacándose en las lianas de papel crêpe, bajo las fantásticas frondas, se sonreía con la paz de los santos. Nada importaba, nada hacía falta. Lo único esencial era pasar la noche soñando y contando estrellas con los amigos; o leerle a mi primita un cuento de hadas antes de dormir; o besarle la frente a mi madre antes de salir en la noche. Con el té de una buena velada se podía olvidar el agudo dolor de las carencias y con una buena risa compartida se podían borrar las memorias de los agravios. Y si no bastaba, ahí estaban los libros, para perderse por los laberínticos mandalas.
Pero la situación del país siguió arreciando y los amigos envejeciendo. Poco a poco la realidad fue calando en nuestro mundo utópico y uno a uno los amigos fueron decidiendo emigrar. Aunque la parte poética de sus almas era tan soñadora como la mía, su parte pragmática iba venciendo. La partida se volvió cada vez más el tema de nuestras veladas. Quién no se había apuntado en el sorteo del Norte, había presentado el expediente en una embajada, o estaba estudiando belga para cierta entrevista, o tratando de encontrar una beca de post-master en Viena o un congreso estudiantil en Argentina. La diáspora se volvió el proyecto de vida de mi generación y con ello las noches de bohemia se cambiaron por amargas veladas de despedida. Al alma poética le comenzó a pesar el brazo “de tanto decir adiós”.
Como una Pangea, mi patria se fue separando en pequeñas islitas flotantes, alejándose una de otra a la deriva por los mares. Las viejas amistades tuvieron que mantenerse a base de intermitentes y suplicados emails llenos de códigos cifrados; de fotos donde el flash y la risa polaroid nos volvía casi irreconocibles; de notas escritas a prisa en cajas de CDs y etiquetas de pomos de multi-vitaminas. “De la ausencia y de ti” cobró un nuevo sentido amargo y doloroso. Las “madrugadas sin ir a dormir” se volvieron, para los afortunados, desgastadoras noches de citas en Infomed, donde el “reir y reir y reir” tuvo que ser trocado por un conciso emoticón LOL.
Para los desafortunados, las madrugadas y sus risas se volvieron largos silencios e incertidumbre.
Al mismo tiempo mi familia envejecía. Mi madre y mi padre comenzaron a necesitar de mi ayuda, mi casa a desmoronarse más cada vez y mis 30 años, a partir de los cuales el valor residual de mi carrera debía comenzar desminuir velozmente, se acercaban a galope. Mi plan de vida bohemio de quedarme para apagar el morro con mi tribu de amigos del alma comenzó a parecerme empecinado e infantil. Verme desperdiciar las energías de la juventud en lamentar la lejanía de mis amistades comenzó a parecerme superficial e inmaduro. Me comenzaron a dar vergüenza las carencias, sintiéndome que mi inercia las engendraba. Empecé a sentir el arado del niño yuntero como una presión agónica en el pecho, y su vida y el barbecho se me atravesaron de tal manera en la garganta que ya no podía tragar.
Fue entonces cuando el alma poética, sintiéndose vencida, cedió a los planes del alma pragmática y fue entonces que juntas,. “hartas ya de estar hartas”, recompusieron mi plan de vida y siguieron el camino del Pequeño Vagabundo.
II
Desde lo alto y en la noche, el oscuro mapa de Norteamérica se vuelve un jeroglífico místico. Las ciudades desde la altura se vuelven espirales luminosas. Despojadas de todo sentido por la miopía de la distancia y la oscuridad, se vuelven dibujos metafóricos, crop circles de luz dorada, Nazcas de la post-modernidad.
Con la cabeza apoyada a la fría pared del avión dejé mis ojos resbalar por el paisaje anónimo, recorrer los caracoles iluminados que pasaban lentamente bajo las alas del avión, perderse en el negro vacío que las separa, oscuro, absoluto, anónimo.
Un gran sentimiento de soledad me sobrecogió. Mi cuerpo adormecido por el antihistamínico cedió a la quietud de las gaviotas adolescentes mientras mi espíritu escondido bajo el edredón del cuerpo dejaba que el aire de las distancias negras le congelase el rostro.
En las minúsculas TV del avión La Toya disfrazada de taxista gesticulaba grotescamente en silencio, mientras que en mi memoria Satie tocaba lentamente sus tres Gymnopedies.
III
Un largo pasillo gris con un altísimo puntal sostenido por los míticos puntales de acero, encuadrando las obligatorias paredes de vidrio. Expocuba con esteroides. Al centro del pasillo una estera metálica que se mueve automáticamente, arrastrando a los viajeros y sus maletas en silencio.
El alma pragmática trata de interesarme en los avances tecnológicos, en los primeros vestigios del primer mundo, mientras que el alma poética murmura que es un signo de misericordia equipar a los pasillos por los que llegan los inmigrantes con tales esteras, ya que los que llegan felices y la ansiedad no les deja perder ni un segundo antes de pisar las nuevas tierras, pueden avanzar veloces, sumando la prisa de sus pies a la del pasillo que se desliza, mientras que los que llegan cabizbajos sin deseos de andar, pueden quedarse anclados de tristeza, y dejar que el piso les arrastre inevitablemente.
De alguna manera la voz dieciochesca de mi alma poética despierta extraños ecos en el acero y el cristal. Asustada, o quizá de vergüenza, se recoge dentro del alma pragmática y se trata de mimetizar.
Suponiendo que debo ser del primer grupo de inmigrantes, el de los felices, pero temiendo ser del segundo, el de los cansados, doy algunos pasos indecisos por el pasillo tratando de acelerar mi llegada, pero al rato me detengo nuevamente. Experimento por primera vez el severo contraste entre lo que pienso que debo sentir y lo que siento, y por primera vez comprendo que una vez que se ponen los pies en el pasillo automático, no hay marcha atrás.
IV
A la salida de inmigración me esperaban dos amigos con una cámara fotográfica. Bajo la mirada amenazante del alma pragmática, el alma poética desplegó su mejor sonrisa de vencedor.
Flash!
V
Cerré la puerta del cuarto, me desvestí t me acosté en la anchísima cama debajo del edredón y apagué la luz.
Se hizo el silencio.
El silencio de los suburbios era absoluto. Era tan total que me presionaba los oídos, en especial los míos, acostumbrados a los sonidos de las calles habaneras. Ni una voz, ni un perro ladrando a lo lejos, ni una brisa que mueve las hojas, ni un camello abriendo sus puertas con él cármico suspiro, ni una risa desfachatada de mujer. Solo silencio puro y seco, como si un dedo invisible hundiese un algodón negro en los oídos.
Un hombre de piel cetrina mirando al techo vacío, en total silencio y soledad. No había hogar, ni leños crujientes, ni amante adormecido, ni bosque cubierto por la nevada, con árboles avellana de hojas aceituna. No había tampoco piano viejo, ni Satie, ni sillas desvencijadas, ni suave tiniebla vespertina. Tampoco nadie me soñaba: no había visión. No había nada. Solo vacío, ausencia y oscuridad.
Esta vez nadie se sonrió levemente.
En el principio era el silencio. No había verbo.
“Sleep, pretty darling, and do not cry”. El sueño vino vacío y brutal, como ausencia de estar despierto. Por mi cabeza los remolinos terribles de mis últimos dias en Cuba.
El Yelo asediaba un recuerdo que pugnaba por llegar.
VI
Los recuerdos...
Una de las últimas tardes en Cuba estaba sólo en casa. Sentado al piano de mi primita dejaba que mis manos resbalaran perezosas sobre las teclas, siguiendo la pauta de alguna Gnossienne de Satie. La lentitud de la pieza la hacían asequible a mis casi nulas capacidades de pianista, y al mismo tiempo dejaban a mi pensamiento divagar. “Where it will go…“
En la tranquilidad de la penumbra vespertina mi mente comenzó a fabricar extrañas imágenes. Vi un bosque fabuloso y oscuro, de hojas color oliva casi negras, troncos color avellana y suelo cubierto de nieve. Vi una pequeña cabaña de descanso, íntima y solitaria, con una gris chimenea por la que salía un tranquilo hilo de humo. Dentro de la cabaña vi un lecho y dos amantes abrazándose desnudos, parcialmente ocultos por sábanas blancas.
Uno de los amantes, de piel cetrina, dormía tranquilamente con la paz del amor hecho, su rostro sabiamente oculto por mi visión. El otro, muy pálido, contemplaba adormecido el techo de la cabaña y escuchaba a los leños del hogar crujir en silencio.
Me sonreí levemente. Mi mente me proponía esta visión como un posible futuro donde el amante pálido era yo, descansando bucólicamente en el lecho de amor. Volví a sonreírme levemente, no sin dejar de sorprenderme de cuan kitch podían ser las ensoñaciones. ¡Era tan ridículo! ¡Yo ni siquiera sabía como lucía un bosque con nieve ni como crujía un leño en un hogar!
Pero mi mente, empecinada continuó con su visión, y me acercó al rostro del hombre pálido que debía ser mi ego futuro. Su imagen era completamente distinta a la mía. Un rostro ajeno en el que no lograba reconocerme. Un hombre triste y solitario, de rasgos foráneos, de ojos perdidos en alguna visión.
“Quizá sueña con una visión del pasado”, susurró mi mente, siempre fascinada con la idea del espejo en el espejo, “quizá su mente le presenta una pequeña sala oscura donde un joven toca lenta y terriblemente en un viejo piano; un joven con un rostro triste, solitario, foráneo; imagen que su mente le presenta como su posible pasado”.
El hombre de mi visión se sonrió levemente y muy bajo comenzó a murmurar aquella canción temible:
Once there was a way to get back homeward
Once there was a way to get back home
Me llené de terror. El terror de la distancia; el terror de cambiar tanto que no me reconociera a mi mismo; de dejar de ser yo; de convertirme en un ser ajeno, en una cama ajena, en un paisaje ajeno que ni siquiera era capaz de imaginar. El terror de perder mi lugar en el tiempo y en la historia, el terror de perder el hogar.
Me levanté del piano, me senté frente a la PC en una de las sillas desfondadas de mi sala y tecleé febrilmente la ridícula visión en un archivo del bloc de notas. Cuando estuvo lista la salvé, nombre el archivo Golden Slumbers y tres segundos después lo borré compulsivamente con Shift-Del. La idea me aterró tanto que no quise que existiera siquiera en la papelera de reciclaje.
Me quedé sentado en silencio en la sala obscura por un buen rato, sabiendo que este era uno de los últimos momentos que me quedaban para ser yo mismo.
2 comments:
Uuhhffff, excelente… cuan necesario te estás volviendo.
Creo que Cuba te extraña aun más a ti
“Menos mal que existe(s)…”
Ahora ya se como luce un bosque cubierto de nieve. Pagué con el recuerdo de mi nombre por este último milagro.
Ya me olvidé de mi.
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