Friday, September 15, 2006

Julian del Casal y El Yelo
(Aftermath I
)


Ya hasta una lata vacia carga con su propio Karma: dios mio, el aluminio se
recicla y lo que hoy es una lata de Ciego Montero, mañana será de Coca Cosa...
Marcelo de la Madre Patría


I
Hoy ha llegado ese día en que yo, Casal del Yelo, he recibido por correo un paquete de Ottawa informándome que mi aplicación de ciudadanía ha sido recibida. Después de haber vivido tres años y un día en Toronto como residente, pagando cívicamente mis impuestos y sin delinquir, soy elegible como posible ciudadano. El proceso tomará de 12 a 15 meses después de los cuales seré llamado para verificar mis habilidades con el idioma, mis conocimientos de historia canadiense y hacer mis votos de fidelidad a Canadá, luego de lo cual seré elegible para un pasaporte.

Cuando leo o escucho las historias de otros emigrantes, cubanos o no, me doy cuenta de cuan sencillo fue mi proceso de migración. Historias de fugitivos azotados en la espalda en juicios sumarios; historias de familias peregrinando las selvas de la Panamérica con sus hijos en brazos, sorteando serpientes ponzoñosas y tropas guerrilleras; historias de tiernas adolescentes, engañadas en su inocencia, robadas de su infancia y vendidas como esclavas; historias de amores separados por los mares y el tiempo con la promesa platónica de amarse sin que los cuerpos se besen.

Tantas historias de gentes que arriesgan tanto, que ofrendan tanto a la incertidumbre con tal de venir al Nuevo Mundo a recomponer sus vidas. Frente a todos estos heroísmos mi historia de emigración se me presenta como banal, mis protestas, majaderas, y la ciudadanía menos merecida.

Oh, Canada –sin tilde en la a - yo no soñaba contigo!. Yo no pensaba en ti, yo ni siquiera sabía que te decían El Yelo. Para mi eras solo la extensión de Estados Unidos, un poco más fría y mucho más desierta; el bosque de cedros a donde los hombres barbudos se iba a trabajar como leñadores para ganar dinero; un preámbulo verde del Polo Norte; el jardín difuso al sur de los iglús.

Canadá, con su bandera roja y blanca, su sirope de arce y su policía montada, no tenía nada que ver con mi historia, hasta que un buen día sin yo esperarlo, un amigo que se había quedado en un viaje, haciendo honor a la vieja amistad que nos unió en Cuba con esa fidelidad que solo se encuentra en las novelas de capa y espada, me propuso ayudarme a emigrar a Canadá.

Es cierto que el proceso duro 2 años y es cierto que me pareció interminable, pero donde quiera que encontrara una traba, tuve un amigo que me ayudara a salvarla, y si no lo tuve, bastó con tener paciencia y esperar. Nadie me persiguió viciosamente; ningún peligro amenazo mi vida; nadie me forzó a trabajar por migajas; ningún amante se quedó agitando su pañuelo por mí en el puerto.

Pero aun así, cuando trato de recordar el proceso o la partida, el primer sentimiento que aflora en mí es la ansiedad, el segundo la angustia y juntos invocan a la tristeza que me ha acompañado en estos últimos tres años de mi vida.

En el paquete de Ottawa incluyeron un folleto con la información básica que debo aprender: la historia de Canadá simplificada y mis responsabilidades como ciudadano. En su carátula satinada ondea la bandera roji-blanca con su hojita de arce.

“Oh Canada, si ya he perdido mi patria una vez, serás capaz de creer mis votos de amor cuando recite de memoria las 15 páginas?” Los acordes de Satie vuelven a mis oidos...







II
Como ya dijo el autor de “Cartas a Eduardo”: decir adiós a La Isla es un acto de pujanza dolorosa. No lo quiero recordar. No quiero recordar tantas despedidas amargas, tantos lugares de los que uno se tiene que arrancar y alejarse paso a paso como sacrificio expiatorio, prueba de fuego, expresión extrema de la seria vocación de emigrante.

No quiero recordar a mi amiga la Rata descalza, irse poniendo pequeña en la puerta de su finca diciéndome adiós, mientras yo tengo que seguir alejándome, volviéndome a cada segundo para verla, con las lágrimas escondidas detrás de las gafas, cada vez más pequeña y mas lejana, para luego seguir andando, con las sandalias pesándome como plomo.

No quiero recordar la triste, feliz y breve velada de mis amigos los Ciervos, donde si viví el dulce-amargo de las muertes anunciadas; donde el tiempo fluyó demasiado de prisa y no supe bien si quería conversar o sólo quedarme abrazado a cada uno de ellos en silencio por largo rato.

No quiero recordar el decir adiós a mi madre, ni recordar como me fui “arrastrando la maleta absurdamente, mientras esta mujer que me ama tanto sonreía amargamente y temblaba por no llorar".

No quiero recordar el último café en el aeropuerto, la última confesión desesperada de creer que estaba errado, ni la voz tranquila de mi tía tratando de darme ánimos.

No quiero recordar el último beso a mi padre antes de pasar a la aduana en el aereopuerto, ni el decir adiós con la mano entumecida antes de pasar por aquella puertecita infame - portal del adiós definitivo - esa frontera de cartón tabla que separa lo que fuimos de lo que ya no le quedan a uno ganas de explorar.

No quiero recordar la espantosa ventana de cristales desde donde mi familia seguía diciéndome adiós, mudos, lejanos, última imagen sádica de lo que se entrega, de lo que entonces se presenta como un gran error, el gran error, amargo y fatídico; ni como yo me volvía a cada tres pasos y aun cuando solo les veía los pies, seguía agitando la mano por si lograban verla.

Nada de esto quiero recordar. Quiero llorarlo por última vez, bien profundamente, y quiero que el recuerdo se ahogue en mis lágrimas. Que se extinga, que se lave, que se borre de mi memoria. Quiero que mi ángel de la guarda me bendiga con esta pequeña amnesia, que me regale esta pequeña dosis de ignorancia.

De la partida, solo quiero recordar el día anterior, cuando fui con mi primita a la playa. Quiero recordar lo feliz que Adriana estaba, su risa infantil y su tos divertida cuando tragaba agua salada. Quiero recordar cuando la enterré en la arena y le moldeé una cola de sirena adornada con algas. Quiero recordar el sabor a sal y piedra en mis labios, el agua escurriéndose bajo mis pies y la calidez de su mano en la mía - tan infantil - mientras caminábamos por la orilla del mar en silencio.

Quiero recordar el sol en mis hombros, el sonido de las olas, y el pelo de Adriana, lleno de arena. Algunos dias son bellos sólo porque logro volver a recordar, sonriente, su rostro...

2 comments:

Anonymous said...

Hey Bro afloja, que uno es hasta ñangue, y cuando la moquilencia se afloja no la detiene ni los mismisimos sacrosantos principios de la hombria


Aldabon Badajo

Anonymous said...

Sólo vienen lágrimas cuando leo...los recuerdos quiero guardarlos, todavía no es hora que vean la luz. Pero mi subconsciente me traiciona y me descubro comparando tu despedida con la mía: "el último café en el aeropuerto", los tantos besos que repartí(mujeres al fin), las veces que repetí: "no lloren, voy a regresar"

Septiembre fue un mes decisivo, y justo me encuentro este post en él y me siento extraña. Y como se ha vuelto usual desde hace varios meses, me pregunto: ¿habré tomado la decisión correcta?

Omar, si lees los comentarios de tus "muelas caducadas", déjame que te confiese: tus líneas, tu blog, me animan a pensar de otra manera, a mirar hacia delante y a no juzgarme tan duro. Y entonces quedo más tranquila..y puedo regresar al trabajo..