Coffe in Zahara, without you
Creo que los dos tenemos miedo de lo mismo. Y por una misma razón. Nunca hemos conseguido, ninguno de los dos, entrar en la vida. Estamos colgando del lado de afuera, por mucho que hagamos, convencidos de que nos vamos a caer en el próximo tumbo
Paul Bowles. El Cielo protector
Paul Bowles. El Cielo protector
I
Me aburro entre la gente, es un hecho. Tú no mi pequeñita; tú ries, juegas... Jugamos a que soy un monstruoso león en que tu cabalgas en risas. Viajamos.
Pero no siempre tengo deseos de salir -cada día me gusta menos viajar- y en realidad a veces estoy todo el fin de semana simplemente pensando. Cosas sin importancia, superficiales a veces. Lejanas de tu risa y tus manitos.
Cosas arenosas, como por ejemplo, en el libro “El Cielo Protector” y la descripción que hace de la llegada de los personajes al Africa de postguerra. En medio de esa ensoñación esteril, abro la atascada ventana de la habitación y dejo que los sonidos de la noche lleguen mientras me tomo un café. Hace frio por la noche. Llueve. Así que el silencio hace sus dibujitos en mi mente. Dibujitos que hay por todos lados, muy geométrica esta parte del mundo.
Le he comprado un ajedrez a mi pequeña. Luego otro para mi. Hechos a mano, notoriamente turísticos… Lo típico del primer mundo: joyas en bruto repetidas para cada ¿turista?. Nada que ver con joyas a lo Simbad el Marino.
Miro las piezas que ahora me entero -charla de comerciantes- que son unas Stauton... Esa palabra les da en mi mente un aura de lejanía, de capricho de orfebres consagrados de la malaquita o el roble.
Lo voy ordenando en la mesa en plena noche. Los alfiles esbozan su torva sonrisa –es sábado- y busco en mis antiguos libros de ajedrez, ahora escaneados y multiplicables Otra vez: joyas repetidas del primer mundo... Ah, que nostalgía de varias cosas… De olores de la Biblioteca Nacional, de sus maderas. De la primera tarde jugando frente a un edificio cuadrado en algún weekend en Bahia.
De mi niñez, aquel Perelín.
Si, la niñez sin etiquetas de ostalgie (esta ya no suena a roble y malaquita), esa en que el desierto eran los libros de Simbad el Marino, Marco Polo o Michael Ende; no toda esa gente mal vestida y hambrienta que otro artilugio primermundista me trae en forma de imagenes... Tiempos lejanos, de un ajedrez que para entonces sólo era un mundo donde se peleaban los caballos y los peones; y no esa malaprendida metáfora que ahora veo convertida en los cruentos conflictos y celadas que constituyen la Vida. Ya sabes, mi Vida, tu Vida.
Pienso en los ajedrecistas, en sus vidas...
Mi pequeñita me ha hecho volver a esa época de irme a la Biblioteca Nacional, a los libreros de otros; y hurgar de nuevo en esas partidas de Capablanca, Kasparov, Karpov y tantos otros que tuvieron ante si las caprichosas fichas. Es curioso: nada me hace revisar mi vida tanto como ella. Y es algo que no puedo contarle, que aun no podría entender…
II
¿Has sentido deseos tú, quienquiera que sea el que lee -te llamaré Simbad o Marco Polo- alguna vez ganas de hacerlo?
¿No es, como esta, una conversación imaginaria con tu pasado lo que te ha traido hasta aqui?
Te haría preguntas. De las sin respuesta, que me hago una y otra vez: ¿cómo sería yo en mi versión donde el mar me rodea por todas partes? ¿Realmente dedicaría tiempo a estas reflexiones o es lo peculiar de mi situación -desierto, ajedrez- lo que me mueve a estas reflexiones a veces un poco trasnochadas?
Me duermo.
Al otro día en la mañana, me levanto mirando las gaviotas que vuelan sobre Madrid, aves de paso. Como todos -me dice el Rey que ayer cayó bajo las lanzas de los alfiles.
III
Comprar es también un acto primer mundista, nuevo casi. Miré las fichas y tableros como quien sabe y sopesa. Pero no sabía... No sabemos a veces cosas tan sencillas... Stauton, eso es. El nombre mágico -como un abracadabra- me abrió paso. A veces somos tan superficialmente sufridos, tú y yo, Marco Polo...
IV
La charla con el vendedor no fue larga. Elegí y pagué. No suelo hablar con nadie. Llevo, como el león aquel de Ende, a todas partes un zahara de arenas ardientes. En mi mente construyo conversaciones.
En una de ellas, el vendedor sonreía e insistía en contarme la historia del ajedrez; una que leí de niño y ahora ponía en sus labios. Un grano, dos granos, luego una montaña de arroz. La gente necesita esos granos.
Debe ser que la tienda tenía un bonito nombre, algo conectado con Stauton, con malaquita y con mi niñez: Casa de Juegos. Me imaginé, además, en ese sueño de sábado tomando un café en el sahara con mi niña. Y el aroma imaginario fue motivo de una larga tarde de domingo mirando las agrias sonrisas de los alfiles, cada uno en su fila y color; siempre separados.
En medio de todo esto, me mira el Rey de negras fijamente para decirme un proverbio marroqui. Lo dice con unas raras jugadas por entre las letras del tablero, que aquí te traduzco: "Durante toda su vida, el hombre intenta volver a encontrar la cocina de su madre, y la mujer, el perfume de su padre".
Me hizo pensar en muchas cosas. Pero especialmente en ti, mi pequeña. Por un momento, no hubo primer mundo, ni ruidos.
¿Tendré la oportunidad de leerte esto algún día?
Leerte por ejemplo:
"Como no sabemos cuando vamos a morir, llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todo sucede solo un cierto número de veces y no demasiadas. ¿En cuántas ocasiones te vendrá a la memoria aquella tarde de tu infancia? Una tarde que ha marcado el resto de tu existencia. Una tarde tan importante que ni siquiera puedes concebir tu vida sin ella. Quizás cuatro o cinco veces, quizás ni siquiera eso y ¿cuántas veces más contemplarás la luna llena? Quizás veinte. Y sin embargo, todo parece ilimitado"
V
¿Cuál será “el perfume” que estaré dejando en tu vida…?¿Uno exótico, propio de Marco Polo y Simbad? O tal vez un lejano y olvidado olor a las flores de Perelin...